Historia

El Presidente Julio A. Roca lee el último mensaje de su presidencia (1880-1886) en el recinto del Antiguo Congreso. En la pintura se advierte su frente vendada a causa de un atentado terrorista. El óleo original de Manuel Blanes se encuentra en el Salón de los Pasos Perdidos del actual Congreso Nacional.

El edificio del antiguo Congreso, Sede de la Academia

La Academia Nacional de la Historia ocupa desde el 1º de julio de 1971 su actual sede de Balcarce 139, en el solar donde nació el prócer de la Independencia general Antonio González Balcarce y donde se alzó, entre 1864 y 1905, el Congreso Nacional. Se convirtió en custodia del recinto de sesiones y de las dependencias que se mantuvieron en pie luego de su demolición ocurrida entre 1944 y 1946 por Ley 17. 570 del 20 de diciembre de 1967. Así, la corporación, que acaba de cumplir su primera centuria, realiza sus sesiones públicas y sus ceremonias solemnes en un ámbito donde, a lo largo de cuarenta y un años, tuvieron lugar los debates y la sanción de leyes fundamentales para la República. El escenario es prácticamente el mismo: el estrado con su mobiliario original y el fondo imponente del retrato de gran tamaño de Valentín Alsina pintado en 1871 por Manzoni, la mesa de los taquígrafos, las bancas sin pupitre en las que se sentaron muchos de los prohombres del país y donde hoy se ubican los académicos; las lámparas con sus armoniosos caireles, el decorado de las galerías y el tono rosa-viejo de las paredes. De ahí que sea válido decir que al penetrar en ese ámbito de profunda significación cívica, se siente la presencia de un pasado de nobles esfuerzos en pos de la Organización Nacional y de la consolidación de las instituciones republicanas y democráticas.

El 12 de octubre de 1862, el general Bartolomé Mitre asumió la presidencia de la Nación unificada. Luego de nueve años en que Buenos Aires, segregada de sus hermanas, vivió alejada de la Confederación; después de dos batallas —la de Cepeda (23 de octubre de 1859) y Pavón (17 de septiembre de 1861), en las que se derramó copiosamente la sangre argentina—, le correspondió al futuro fundador de la Junta de Historia y Numismática Americana, base de la Academia Nacional de la Historia, prestar juramento ante el Congreso según lo dispuesto por la Constitución de 1853 reformada en 1860. Pero el ámbito en el que tuvo lugar tal acontecimiento fue el de la Legislatura de Buenos Aires, que funcionaba en la calle Perú 272, cedido para que se reuniera el Parlamento Nacional. En el reducido edificio donde debían deliberar, en medio de grandes incomodidades, el Senado y la Cámara de Diputados de la Nación, paralelamente con los de la provincia en cuya capital residían las autoridades de la República.

No es de extrañar que el 18 de octubre del mismo año entrara en la Cámara alta un proyecto del Poder Ejecutivo para que se lo autorizara a «invertir hasta la suma de cincuenta mil pesos fuertes en reparar un local adecuado para las reuniones del Congreso Nacional». Tras breves debates, el Senado decidió favorablemente y por amplia mayoría dos días más tarde, y el mismo 20 de octubre se expidió en igual sentido, la Cámara de Diputados.

Poco tiempo después se encomendó al arquitecto Jonás Larguía, que ostentaba su flamante título expedido por la Insigne y Pontificia Academia Romana de San Lucas, el cometido de trazar los planos y dirigir las obras respectivas. El 12 de marzo de 1863, recibió la correspondiente autorización del presupuesto y la indicación de «proceder inmediatamente a la construcción de la obra con arreglo a él». Larguía desarrolló sus tareas con entusiasta entrega a lo largo de todo aquel año, mientras el pueblo de Buenos Aires veía crecer ese edificio austero y simple ubicado en la calle de la Victoria, frente a la Plaza de Mayo, con su fachada de tres arcos, sus puertas de trabajadas rejas, su frontis clásico y sus atavismos coloniales en las ventanas y en los cuerpos laterales(1).

Y cuando el presidente Mitre convocó a ambas cámaras para abrir el 12 de mayo las sesiones de 1864, pudo leer su mensaje en el nuevo Congreso, donde ya habían realizado sus sesiones preparatorias los senadores y diputados. Según expresamos en otro trabajo(2), la población se volcó con curiosidad y entusiasmo en la plaza de los grandes pronunciamientos argentinos, para presenciar la llegada de las autoridades, del cuerpo diplomático y de los invitados especiales. «Un inmenso pueblo —según La Nación Argentina— ocupó la barra y las plazas adyacentes.» Hubo que disponer guardias para contener al público que pugnaba por observar de cerca cuanto ocurría.

Mitre cruzó a pie los escasos metros que separaban la sede gubernativa del Congreso, penetró en el edificio por el Pórtico de las Verjas, como se denomina hoy al magnífico acceso; cruzó el patio de baldosas negras y blancas, recibió el saludo de la comisión de recepción del Parlamento y de los integrantes «de las listas civil y militar», se dirigió al estrado y se ubicó en el sitial prominente que le cedió el vicepresidente de la República y titular nato del Senado, coronel doctor Marcos Paz. De inmediato comenzó a leer su mensaje, para expresar que la inauguración de las sesiones del 1864 hallaba al país finalmente en paz:

La República Argentina, despedazada y casi exánime —dijo el Presidente— se ha levantado al fin del polvo sangriento de la guerra civil, más joven y vigorosa que nunca, con los elementos de vida y de poder que son necesarios para glorificar su nombre y hacer la felicidad de todos sus hijos, y de todos los que con nosotros vengan a habitar este suelo al amparo de sus leyes hospitalarias.

Señaló después los beneficios que prometía la inmigración, los logros organizativos alcanzados a través de casi dos años de labor, los proyectos transformadores entre los que se encontraban el ferrocarril de Rosario a Córdoba, cuyos trabajos se hallaban en ejecución; la construcción de una línea que uniese a Concordia con Monte Caseros, ligando a las provincias de Entre Ríos y Corrientes, y de otra que conectase a Santiago de Chile con Buenos Aires. También se pensaba abrir un camino a través del Chaco. La navegación del Bermejo «ya es un hecho», «como espero que lo será la del Salado». Después de otras consideraciones pronunció palabras de permanente vigencia:
Señalo como uno de los peligros más inmediatos ese sentimiento de intolerancia política que envenena con sus rencores el aire de la patria y niega el agua y el fuego al hermano y al disidente, inoculando al cuerpo político principios de descomposición y muerte.

A partir de aquel día, el edificio se convirtió en caja de resonancia de la vida del país. En la casa —que pronto resultó insuficiente para la labor de ambas cámaras, situación que sin embargo duró treinta y un años, pues el Senado tuvo su propia sede recién en 1895(3)—, se convalidó la declaración de guerra al Paraguay que enfrentó en un cruento conflicto de cinco años a cuatro naciones hermanas; en ese hemiciclo iluminado a gas, y solo en sus últimos tiempos a electricidad, se sancionaron leyes de inmigración y colonización, se adoptaron trascendentales decisiones económicas, se decidieron intervenciones federales, se ordenó hacer frente a las frecuentes rebeliones interiores, se discutieron, aprobaron o rechazaron difíciles cuestiones de política exterior. Desde la barra, donde el fervor partidista se tradujo muchas veces en actividades bravías, se oyeron las voces y los argumentos de los más ilustres oradores parlamentarios de Buenos Aires y de las provincias; los discursos de José Mármol, de Valentín y Adolfo Alsina, de Nicasio Oroño, Martín Ruiz Moreno, Nicolás Avellaneda, Estanislao Zeballos, Osvaldo Magnasco, Aristóbulo del Valle, José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Leandro Alem y tantos otros tribunos eminentes(4). También se escuchó la angustiosa y viril exclamación del viejo general Sarmiento, aislado en su sordera: «¡Traigo los puños llenos de verdades!» En el estrado cubierto con el tapete azul que aún se conserva, leyó su mensaje el presidente Julio Argentino Roca, con la frente herida, el día en que atentó contra él una mano aleve, y en las galerías, los rifleros de Joaquín Montaña apuntaron sus armas contra los representantes del pueblo, pretendiendo intimidarlos en las luctuosas jornadas de 1880. En suma, cuanto ocurrió en la República tuvo su eco en ese ámbito venerable.

El 15 de diciembre de 1905, «el presidente de la Cámara de Diputados, doctor Ángel Sastre, declaró levantada la última sesión de ese período parlamentario, anunciando melancólicamente que era la postrera que se realizaría en ese recinto, que ya se podía llamar sagrado»(5). Al comenzar la labor de 1906, el Congreso comenzó a deliberar en el bello palacio que actualmente ocupa.

Aquel mismo año, el Archivo General de la Nación se trasladó a las dependencias recientemente desocupadas, y con él llegaron a la vieja casa los miembros de la Junta de Historia y Numismática Americana presididos por el general Mitre, quienes venían reuniéndose en la anterior sede del principal repositorio del país, antigua Casa de Temporalidades, calle Perú 270. Allí estuvo la junta hasta 1918, año en que, transcurrida más de una década de la muerte de su primer presidente, pasó al Museo Mitre donde permaneció hasta su vuelta al antiguo Congreso, como ya se dijo, en 1971(6).

Tal, la breve historia del edificio que hoy custodia la Academia.

Miguel Ángel De Marco

(1). Cfr. María Marta Larguía de Arias, «El antiguo Congreso Nacional (1864-1905)», Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1969, p. 10; add. Cámara de Diputados de La Nación, El Parlamento Argentino, 1854-1947, Buenos Aires, Imprenta del Congreso de la Nación, 1948, passim.

(2). Miguel Ángel De Marco, «El Congreso de 1864», en H. Senado de la Nación. Comisión de Cultura; Academia Nacional de la Historia, Homenaje a los legisladores de 1864, Buenos Aires, 1991, p. 18.

(3). Cfr. Dora Beatriz Pinola, «Una casa alquilada para el Honorable Senado», en Todo es Historia, Buenos Aires, septiembre de 1986, año XVII, Nº 232, p. 74.

(4). Cfr. Miguel Ángel Cárcano, «Debates memorables», Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1969.

(5). Cfr. León Rebollo Paz, «El edificio del Congreso Nacional que ocupa y custodia la Academia Nacional de la Historia», Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1973.

(6). Cfr. Néstor Poitevin, «La Academia Nacional de la Historia en la Manzana de las Luces», comunicación leída el 8 de septiembre de 1988, en el, «La Academia Nacional de la Historia en la Manzana de las Luces», comunicación leída el 8 de septiembre de 1988,, en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Manzana de las Luces.