Una historia de heroísmo y esfuerzos

Por el Dr. Miguel Ángel De Marco, Expresidente de la Academia Nacional de la Historia, para el diario LaNación.com.ar

Nota original: https://www.lanacion.com.ar/opinion/una-historia-de-heroismo-y-esfuerzos-nid17052023/

A pocos días de asumir el Primer Gobierno Patrio su presidente, Cornelio Saavedra, adoptó una decisión de fatales consecuencias para la Revolución. Citó a los oficiales del Apostadero Naval de Montevideo, que se hallaban en Buenos Aires con algunos de sus buques, y les reclamó que prestaran juramento a las nuevas autoridades. Formados en la absoluta obediencia a la monarquía, se negaron, y Saavedra, en vez de ordenar su inmediata prisión y la incautación de las naves, dispuso que se marcharan cuanto antes a su base en la ciudad oriental. Aquel acto de ingenua ligereza privó a la causa patriota de un elemento vital para el dominio del Río de la Plata.

Aun alejados de la metrópoli y carentes de mantenimiento, los barcos de guerra españoles no tardaron en hostigar las poblaciones en las márgenes de los ríos interiores y, lo que fue aún peor, en convertir a Montevideo en el bastión de la rebeldía española en el Virreinato. El jefe del Apostadero, José María de Salazar, entró en contacto con los contrarrevolucionarios, en especial Santiago de Liniers, y se puso al frente de una resistencia que continuaron sus sucesores.

Advertida del craso error cometido, la denominada Junta Grande, a la que se habían incorporado los diputados de las provincias, le encomendó al salteño Francisco de Gurruchaga, exteniente de la marina española en Trafalgar, la apresurada formación de una escuadrilla que, mal armada y carente de una eficaz cadena de mandos, fue vencida en el combate naval de San Nicolás (2 de marzo de 1811). El herbolario del apostadero y pésimo poeta Gervasio Algarate escribió por aquellos días este burlón remoquete: “La República Argentina/no puede tener marina”.

Montevideo había sido sitiada por las fuerzas del general José Rondeau entre mayo y octubre de 1811, hasta que un armisticio postergó la toma de ese punto crucial para la Revolución, mientras se hablaba con insistencia de la preparación en España de una gran expedición cuyo cometido era arrasar a sangre y fuego la revolución rioplatense. El Triunvirato había dispuesto un nuevo sitio, que se mantenía penosamente, pero que no podía ser completado porque los realistas contaban con salida al río y al océano. Como lo había expresado el comerciante Mateo Magariños Ballinas “siendo dueños de la mar, nada nos puede faltar y sin carne fresca podremos pasar y mantenernos gordos y sanos”.

Mientras la causa de la Revolución obtenía, con Belgrano al frente, los triunfos de Tucumán y Salta, los buques del Apostadero continuaban incursionando en los ríos. Recibieron un duro golpe el 3 de febrero de 1813, cuando el coronel José de San Martín, con sus granaderos, les infligió una dura derrota en San Lorenzo. A principios de 1814 parecía que una mortal pinza se cernía sobre Buenos Aires. Belgrano había sufrido dos desastrosas derrotas en el Alto Perú –Vilcapugio y Ayohuma–, y se insistía en la inminente zarpada de la expedición española, por lo que el recién nombrado director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Gervasio Antonio Posadas, con el respaldo de la Asamblea General Constituyente, decidió dedicar los mayores esfuerzos a la toma de Montevideo para restar a los realistas aquel punto clave en su accionar.

El sitio terrestre era insuficiente. Resultaba necesario remontar una escuadra. De los tres candidatos presentados: el irlandés Guillermo Brown, el norteamericano Benjamín Franklin Seaver y el francés Estanislao Courrande, fue elegido el de mayor experiencia marinera. Brown se entregó a la formación de la flota, y con su energía y ejemplo logró amalgamar un conjunto que pronto estuvo listo para enfrentarse a los buques del Apostadero. Luego de la toma de la estratégica isla de Martín García, enfiló sus naves hacia Montevideo e impuso el bloqueo a la ciudad. Mientras tanto, las fuerzas terrestres, ahora al mando del joven general Carlos de Alvear, se aprestaban para ingresar no bien la escuadra lograra su objetivo de vencer a la adversaria. Por fin, los bajeles realistas salieron del apostadero y se enfrentaron a Brown entre los días 15 y 17 de mayo de 1814. Fueron vencidos y casi todos fueron tomados por la marina patriota, salvo el queche “Hiena” que por su velocidad logró huir rumbo a España portando la noticia de la derrota.

Brown, herido de consideración, volvió en triunfo a Buenos Aires, pero pronto fue testigo de la insólita venta de sus buques, con lo cual la causa revolucionaria quedó de nuevo privada de su fuerza naval. A partir de entonces, unas naves de reducido porte fueron la única fuerza con que se contó para la defensa del Río de la Plata, y hubo que recurrir a la acción corsaria con el objeto de golpear en distintas partes del mundo al comercio peninsular. Si bien la anunciada expedición torció el rumbo y penetró a sangre y fuego en la Costa Firme a las órdenes de Pablo Morillo, la amenaza de una nueva empresa de esas características estuvo vigente bastante tiempo más.

Luego de la guerra contra el Imperio del Brasil, en que con la dirección de Brown obtuvo brillantes triunfos pero también sufrió derrotas, la Marina ocupó un papel secundario en las preocupaciones de los hombres de Estado. Brown volvió a ponerse al frente de una flota formada para combatir a las naves orientales al mando de Giuseppe Garibaldi y bloquear al puerto de Montevideo. Pero sucumbió por falta de medios suficientes para batir a los buques más modernos de su tiempo pertenecientes a Francia e Inglaterra. Cuando se produjo la guerra con el Paraguay, los barquitos mercantes armados con precaria artillería que habían sido empleados en los enfrentamientos entre la Confederación y Buenos Aires, fueron empeñados como medios de transporte –salvo una acción inicial en Paso Cuevas–, dejando la responsabilidad bélica al aliado brasileño.

Fue Sarmiento, con su ministro plenipotenciario en Gran Bretaña, Manuel Rafael García Aguirre, quien impulsó la creación de la primera escuadra verdaderamente tal con que contó la Argentina, construida según los cánones más modernos, y dispuso la fundación de la Escuela Naval Militar para formar a los oficiales que la comandaran. Concebida como flota de río, navegó en 1878 por el embravecido mar argentino para defender la soberanía en las aguas australes, protegiendo la región de Santa Cruz. Pero fue el presidente Julio Argentino Roca quien impulsó la idea de que un país con un litoral marítimo extenso y rico debía tener una marina de proyección atlántica. Y comenzaron las grandes adquisiciones de buques y la construcción de instalaciones, cuyo punto culminante fue la inauguración de Puerto Belgrano. El factor disuasión jugó en forma predominante para impedir conflictos que hubiesen costado muchas vidas en una estéril lucha con países limítrofes y hermanos.

La Armada, que hoy celebra su día en recuerdo de la hazaña de Brown, proyecta aquella historia de logros y frustraciones de la que pudo salir airosa en el trabajo constante, la defensa de la soberanía, como en Malvinas, y la vigilia de las riquezas de nuestro mar.

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